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La importancia de amar el lenguaje desde niños

Lola Pons

La importancia de amar el lenguaje desde niños

Lola Pons

Filóloga e investigadora


Creando oportunidades

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Lola Pons

Para Lola Pons, filóloga e historiadora de la lengua, la sociedad no puede olvidar el buen cuidado de la palabra. “Un niño que dice que no sabe explicarse, es un fracaso del sistema educativo”, asegura. En su último libro, ‘El árbol de la lengua’, sostiene que el lenguaje es un árbol y que su fruto es la palabra. Ella vive a la sombra de ese árbol desde que en el año 2000 inició su carrera investigadora trabajando sobre el español del siglo XV. En 2010 fundó el grupo de investigación ‘Historia15’, dedicado a rescatar textos antiguos y a estudiarlos lingüísticamente. Para ella, estudiar la lengua del pasado en los viejos manuscritos es la mejor forma de entender cómo hablamos hoy: recuperó el tratado en favor de las mujeres que escribió en 1446 don Álvaro de Luna, localizó cientos de cartas interceptadas durante la Guerra de la Independencia y recientemente ha editado parte la correspondencia que se cruzaron grandes nombres de la filología en el siglo XX.

Lola Pons ha sido profesora de Historia de la Lengua y de dialectología en las universidades de Oxford y Tubinga. En la actualidad trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. En 2016 cambió la forma de explicar la lengua al público general con la aparición de su libro divulgativo ‘Una lengua muy larga’. También es colaboradora del diario ‘El País’ y de la revista ‘Archiletras’. En 2019 recibió el Premio de Periodismo Manuel Azaña y es académica correspondiente de la Real Academia de Nobles Artes de Antequera.


Transcripción

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Lola Pons. Hola, mi nombre es Lola Pons Rodríguez. Soy historiadora de la lengua y trabajo como catedrática en la Universidad de Sevilla. Tengo la suerte de que mi desempeño profesional coincide con mi vocación y con la que creo que es mi capacidad: estudiar los textos y explicarlos a los demás. Soy historiadora de la lengua, trabajo reconstruyendo el contexto extraviado de las palabras que otros hablantes de español, allá lejos y tiempo atrás, dijeron. Mi historia es la de muchos otros, una vocación que se despierta y que se mantiene por la fortuna de hallar buenos maestros en el camino. Maestros míos han sido los que han ejercido como tales en la enseñanza formal: Manuel Ariza, el historiador de la lengua que me dio clases en la carrera; también los que han oficiado como maestros más allá de las aulas, como mi madre, que me enseñó a leer, y todo lo que yo he podido entender y aprender de los libros. Por eso alineo, también, entre mis maestros a las hermanas Brontë, que me hicieron viajar al exterior en la adolescencia, o a Antonio Muñoz Molina, que me hizo viajar al interior de la Andalucía rural de la que yo provengo. Alineo también entre mis maestros a medievalistas a los que nunca conocí, como Johan Huizinga o como Alan Deyermond. Incluyo también a alguien del siglo XVI cuya identidad desconocemos, pero que me hizo entender las torpezas y valorar las grandezas de la condición humana, el autor de ‘El Lazarillo de Tormes’.

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Uno se comunica en todas las asignaturas y en todos los momentos del día, no solo en clase y no solo en la asignatura llamada Lengua. Por eso me sorprende mucho que el «sesgo asignaturesco» parezca confinar la Lengua a tres o cuatro horas a la semana en primaria. Cuando un crío expone un trabajo de Naturales, se beneficia de una buena enseñanza de la expresión oral. Cuando descifra el enunciado de un problema de Matemáticas, no está haciendo otra cosa que comprensión lectora. Por eso, si aficionamos a los niños a leer, que en su sentido más académico es la mejor forma de mejorar la ortografía, y la riqueza léxica y sintáctica, y si fomentamos que cuiden su expresión oral, estaremos nutriéndolos de palabras y, por tanto, de recursos de los que se beneficiarán no solo el resto de asignaturas, sino la propia formación del niño como ciudadano que necesita expresarse y entender lo que expresa el otro. En mi opinión, en la etapa de primaria se introduce al niño demasiado pronto, con seis o siete años, en el análisis formal de la lengua: identificar verbos, etiquetar morfosintaxis… y eso hace que se pierda tiempo para educarlo en la grandeza de esas lenguas que ha adquirido o que está aprendiendo. Enseñar el don de la justeza lingüística, transmitir el gusto por la palabra exacta, por el discurso enverado, también fresco, espontáneo… El discurso adecuado para cada ocasión.

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Los niños o los adultos que dicen que no saben explicarse son nuestro fracaso, son el fracaso de nuestro sistema educativo, porque nos están diciendo que no saben hacerse entender y que tampoco entienden, por tanto, al médico que se dirige a ellos, o a un empleado que les explica un producto. Más que etiquetar apelmazadamente qué es una tercera persona o qué es un adjetivo, que es algo que sin duda necesitan los estudiantes pero que sabrán hacer y que sabrán disfrutar en secundaria, yo creo que en primaria hay que transmitir el milagro de la lengua, transmitir al niño que la lengua es su segura esperanza, su defensa o su ataque ante el mundo que lo rodea. Que escriban, que lean, que interpreten, que reciten, que entrevisten, que tengan la lengua como un roble centenario al que aferrarse, en el que sostenerse, la lengua y su mejor memoria escrita, que es la literatura. Y que esta no sea aprender listas de autores y obras, porque degustar no es leer el menú, degustar es probar el manjar.

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¿Cuándo empezó el español? No es posible fijar una fecha de nacimiento a ninguna de las lenguas que salen del latín. Hay ya una evolución en la propia época romana que continúa sin interrupción posteriormente. Con todo, sí que podemos afirmar que en el siglo X ya ha nacido esta nueva lengua que llamamos castellano. Lo que va a ocurrir en esa fecha es un cierto cambio de conciencia. Los escritores de épocas anteriores querían escribir en latín, aunque se les filtra el romance por los resquicios de su ignorancia, pero hay ya en torno al siglo décimo una voluntad más clara de escribir eso que usan como lengua materna. El español de hoy es la evolución de una de las varias lenguas hijas del latín que se hablaron en la península, en concreto el castellano del condado de Castilla, una marca fronteriza en el extremo este del reino de León. Pero el español no es solo la evolución de ese castellano, conocemos, por los datos que los filólogos hemos ido reconstruyendo, que ese castellano se nutrió y se hizo español a partir de la suma de rasgos de otros romances: el aragonés, el catalán, el gallego, el leonés… y que en el siglo XVI inició una nueva etapa en la que, por ejemplo, se configura nuestro sistema de pronunciación actual con sus diversidades internas.

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En todos esos cambios que se dan en la lengua, es la gente, o sea el habla común, la olla donde se cocinan los grandes cambios lingüísticos, pero hay un aporte externo constante, el del habla culta, la literatura, la iglesia y la administración, es fundamental la huella de lo que se ha escrito en una lengua, la huella literaria, también. Por eso llamamos al español la lengua de Cervantes, y al francés la lengua de Molière, y al inglés la lengua de Shakespeare, y al latín la lengua de Cicerón. La literatura hace a una lengua. La parte artística del lenguaje es muy renovadora, crea sobre lo heredado. También lo hacen las traducciones. Por ejemplo, para la constitución del alemán fueron fundamentales las versiones bíblicas de Lutero. Y ahora es una fuente importantísima el lenguaje científico, científico y técnico. Por eso es fundamental que, incluso admitiendo que el inglés se ha convertido en lengua internacional, dentro de ese ámbito sigamos escribiendo ciencia en español. Una lengua es una suma de necesidades y de solidaridades. Nuestras palabras cambian porque se usan. En el habla común usar las palabras supone que se desgastan sonidos y que se refuerzan e introducen otros, lo hacen de acuerdo a ciertas tendencias que no son absolutas como una ley, pero que sí suelen repetirse dentro de cada lengua romance, por ejemplo, para el castellano lo fue perder la «e» final, perder alguna de las vocales átonas interiores y convertir en consonantes sonoras las consonantes sordas que había entre dos vocales.

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Por eso del latín «collocare» tenemos en español colgar, o del latín «delicatus» tenemos en español delgado. A veces, se compara la historia de los sonidos de las palabras con la de una moneda cuyo metal se va desgastando con el uso. Pero las palabras pueden, a diferencia de las monedas, pueden ver a menudo reincorporado ese material que habían perdido. Junto con esas palabras que han atravesado cambios, están palabras que entran desde los libros, poco o nada adaptadas al romance, más parecidas al latín. O sea, palabras que son como monedas no gastadas. Por eso de «collocare» tenemos también el cultismo colocar, o de «delicatus» hay delicado. A estos casos los llamamos dobletes porque nos dan un resultado patrimonial, «colgar», y otro culto, «colocar». Similares son casos muy curiosos como los de estricto o estrecho, película o pelleja, legal o leal. Quienes empezaron a escribir no en latín, sino en alguna de sus lenguas derivadas, tuvieron que hacer frente a una dificultad insólita, que era escribir la pronunciación románica con las letras del latín, que carecía de sonidos que habían surgido resultado de la evolución lingüística. En la escritura antigua se abreviaba muchísimo, la forma de tratamiento, V.M., como abreviatura de vuestra merced. Palabras como qué, señor, tierra… También había una práctica de abreviar consonantes nasales, la ene, con un signo abreviativo sobre la vocal que precedía. Y, justamente, de ese hábito de abreviar salió la letra eñe. Hoy se tiene como símbolo de la lengua española. El sonido de esa letra no existe en latín, sí existe en catalán, en portugués, en francés… En estas lenguas ese sonido se representa con dos letras: «ene» e «i griega», «ene» y «hache», «ge» y «ene», pero como muchas palabras del latín que tenían doble ene, se abreviaban en los manuscritos antiguos como una ene con esa línea de nasalidad encima, en castellano se empezó a escribir «canna», con doble ene, como caña con esa ene con la línea arriba.

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Ha cambiado nuestra forma de vestir, de comer, de poblar el mundo, hemos cambiado la forma de cultivar la tierra, de desplazarnos, de comportarnos con nuestros iguales, ¿de verdad pretendemos que nuestra lengua no cambie? Todas las lenguas vivas y naturales cambian, y la que no cambia es que no está siendo usada, por tanto, es la que va camino de ser enterrada en el triste y ancho cementerio de las lenguas muertas. Cambia el vocabulario, se pierden voces porque se pierden realidades, se ganan palabras con que dar nombre a las nuevas. Cambia la sintaxis, por ejemplo, porque extendemos marcas, creamos nuevas expresiones para referirnos al futuro, innovamos en la forma de ponderar al calificar a otro, cambia la pronunciación. Pensemos, por ejemplo, en la extensión del seseo desde el siglo XVI y seguramente, aunque es muy difícil reconstruirlo, cambia la entonación, la prosodia. El cambio lingüístico es un hecho naturalmente democrático, pasa por una fase de innovación que puede ser individual, pero por otra de difusión que necesita consenso social. Podemos empeñarnos en que la gente no diga «mail», sino correo electrónico, y yo particularmente tengo cierto empeño con eso, pero la historia de esas variaciones las deciden los hablantes. Por otra parte, es sorprendente lo bien que aceptamos que nuestros antepasados cambiaran la lengua. La lengua del pasado no era uniforme, no era invariable, no era más pura, no era más unitaria que la lengua actual. La lengua no existe fuera de nosotros, existe en nosotros. La lengua es la suma de nuestras maneras de hablarla, de hablarla por escrito o de hablarla en las conversaciones.

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Un mito muy repetido es que cada vez hablamos peor, pero es falso. Es constante y repetida esa idea desde los propios preceptistas latinos, la idea de que los hablantes de ese momento, sobre todo los más jóvenes, debido a sus empleos rompedores, están deturpando y deformando la lengua previa, pero no es así. Claro que hay formas de hablar nuevas y, a menudo, entre los jóvenes, pero es un prejuicio pensar que la innovación degrada el idioma, no. Cuando alguien nos dice que hay un declive en la lengua, en realidad se suele estar refiriendo a la lengua de cultura, a eso que llamamos el estándar, pero nuestros jóvenes no son menos competentes o menos capaces que sus abuelos. Respecto a la lengua estándar, si la juzgamos a partir de hechos públicos como el debate político, sí que me parece indudable que hay un empobrecimiento en las formas. Otro mito muy repetido, también falso, es que hay lenguas o dialectos mejores que otros. No hay lenguas ni variedades mejores que otras, esa afirmación es tan bárbara como decir que hay razas superiores o más evolucionadas que otras. Todas las lenguas están dotadas para la comunicación que sus hablantes demandan, para sus necesidades comunicativas. Unas tienen sistemas complejos de cortesía, otras tendrán una mayor complejidad consonántica, pero no existe lengua que se pueda calificar globalmente como rudimentaria. Y si pasamos eso al español, podríamos decir que no existen variedades, acentos o formas de hablar mejores, o más correctos o incorrectos que otro. Los hablantes tendemos a prestigiar o desprestigiar rasgos lingüísticos en función de la consideración socioeconómica de los hablantes que los emplean, pero científicamente no es posible, y sí muy peligroso, validar este tipo de creencias populares.

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Tristemente, determinadas variedades han gozado de muy escaso prestigio mediático e institucional, caso justamente del andaluz que hablo, tan estigmatizado durante el siglo XX. Pero eso, como digo, no tiene que ver con las características lingüísticas propias del español de Andalucía, sino tristemente con la posición socioeconómica de sus hablantes. También hay otros mitos, digamos, más pequeños, pero también repetidos y falsos, por ejemplo, mitos ortográficos como el de que las mayúsculas no llevan tilde, las mayúsculas sí se acentúan. O mitos léxicos, la idea de que una palabra no existe porque no está en el diccionario, eso es falso. Los diccionarios recogen las palabras que los hablantes usan, también las que dejaron de usar y las que crean una vez que se han difundido. El diccionario es un espejo de la realidad lingüística, pero no crea esa realidad. La lengua nos condiciona en el sentido de que nuestro pensamiento se materializa verbalmente, pero no limita nuestra capacidad cognitiva. Hay herramientas lingüísticas que son universales porque son herramientas cognitivas. Por ejemplo, todas las lenguas contienen metáforas, no en su sentido literario, sino como esquemas mediante los que comprendemos el mundo. Por ejemplo, es una de esas metáforas la idea de que comprender es ver, no lo veo es no lo entiendo. Una opinión es un punto de vista. Aclarar es explicar mejor. Otra metáfora es la de que la mente es un recipiente, por eso decimos informalmente «No me entra en la cabeza», o «Es un cabeza hueca».

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Los lenguajes, no solo esta lengua, no solo esta forma verbal que yo uso ahora, son instrumentos muy poderosos con los que explicamos y nos explicamos ante el mundo, nos ofrecen categorías de pensamiento. Las lenguas con sus palabras nos permiten representar el mundo, como nos lo permite, también, el arte. La lengua es una buena guía para el mundo. ¿Para qué sirve un filólogo? En esta sociedad parece que nos define más qué y cuánto producimos y no quiénes o cómo somos. Por eso, si tengo que definir a un filólogo a partir del qué producimos o para qué servimos, me decanto por decir que servimos para traducir el pensamiento a palabra, o la dirección inversa, para interpretar las palabras y saber a qué mundo pertenecen. O sea, llevado a la versión oficiosa, a la de los oficios, los filólogos enseñamos a los estudiantes a interpretar textos ajenos, a saber generar textos propios. Pero también tenemos alumnos no humanos, somos responsables del procesamiento lingüístico de máquinas que interactúan con nosotros. Los diálogos de los cajeros automáticos, o los de los asistentes virtuales que hay en la webs y en los teléfonos. Somos capaces de atribuir un texto antiguo y, por tanto, de saber si esa nueva obra teatral que se ha localizado es o no de Lope de Vega. Pero esa misma pericia la podemos aplicar en eso que se llama lingüística forense para hacer informes de atribución de autoría, o detección de plagios, identificación de voz…

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Cuando el gobierno se pregunte si el tesoro de una fragata hundida le pertenece o no, serán, seguramente, un filólogo junto con un historiador los que trascriban y estudien el viejo legajo que dé razones para retener judicialmente un tesoro dentro de una frontera, tras el anuncio cuyo lema se te ha quedado enganchado para siempre, detrás de ese libro de texto que te enseñó un verso que te sigue tranquilizando cuando lo recitas para ti… ahí detrás, seguramente, hay un filólogo escondido. Filólogos suelen ser nuestros profesores de español como lengua extranjera, que fuera de su país son, a su discreción, los mejores propagandistas de la cultura hispánica. ¿De verdad piensa la sociedad que puede vivir sin filología? La palabra confinamiento, tan usada en estas últimas semanas, es una buena muestra de todo lo que puede atravesar una palabra a lo largo de su historia. Del latín «finis» hemos heredado la palabra fin y en ella vemos los cambios por los que pasa un vocablo, que tuvo género femenino en latín, por ejemplo, y que en castellano medieval y aún en los Siglos de Oro, todavía se utilizaba como femenina. De hecho, en ‘El Quijote’ se habla de conservar la vida hasta «la fin» del siglo. De «fin» hemos derivado palabras como final, también palabras muy trascendentes como finado.

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De nuestra hermana, la lengua francesa, hemos traído un derivado de fin, como finanzas, del francés «finance», que parte de la idea de que un trabajo se paga a su fin. Esa palabra, finanza, se introduce en el siglo XIX, fue muy criticada porque era un galicismo y se rechazaba, como hoy rechazamos los anglicismos, pero terminó triunfando y se impuso a la propuesta de decir en lugar de financiero, rentístico. También tenemos un derivado como finiquito, que es una palabra muy vieja, se usaba ya en el XVI, «fin» y «quito», «quito» significaba libre. Contra lo que tiene fin está lo infinito, porque los fines eran los límites. Por eso lo afín es lo limítrofe, o sea, lo emparentado. Y los confines son las cosas contiguas, por aquello de trazar el límite a un concepto, cuando trazamos el límite a un concepto lo definimos. Definir, señalar dónde se acaba su ámbito. Hoy confinar es desterrar a alguien o recluirlo dentro de unos límites, pero lo que no tiene límite es la lengua. ¿Cómo será la lengua del futuro? Es imposible hacer predicciones en lingüística. La lengua es de los hablantes y ellos son caprichosamente soberanos.